DÍA 5: ENCUENTROS INESPERADOS
Habíamos descansado como reyes y teníamos las energías suficientes para enfrentarnos al viaje más largo que íbamos a hacer en Malawi. Desde Senga Bay llegaríamos, si todo salía bien, a Nkhata Bay a media tarde, pasando por Nkhotakota. De nuevo nos montamos en motos pick-up y minibuses, con paradas inesperadas debido a problemas técnicos o falta de gasolina. Pero no nos preocupaba, teníamos tiempo de sobra. En Malawi, como en otros países de África, hay que aprender a disfrutar del viaje, a tener paciencia y a aceptar lo que venga, porque todo acabará por solucionarse.
Llegamos a Nkhotakota más tarde de lo esperado, y lo primero que hicimos fue buscar un sitio para comer algo, que desde hacía rato nuestros estómagos exigían su ración de nshima (plato estrella de Zambia y de Malawi, una masa hecha de harina de maíz). Encontramos una pequeña casa, donde una señora extrañada nos atendió. Comimos por menos de un euro al cambio y comenzamos nuestra investigación por Nkhotakota. Esta ciudad había sido desde el siglo XIX uno de los mayores centros esclavistas del interior de África, pero lo que nos llevó a esta ciudad no fue la curiosidad histórica. Nuestro amigo Andrés nos había hablado de un proyecto de cooperación de unos médicos españoles que vivían allí. Sin embargo, a medida que íbamos preguntando a los lugareños, fuimos descubriendo que allí no había ningún grupo de voluntarios, y mucho menos españoles. El único grupo que se asemejaba a la descripción se encontraba en Benga, a 40 kilómetros de la ciudad.
Abandonamos nuestra misión y comenzamos a buscar un transporte hasta Nkhata Bay, conscientes de que la profecía de Nadia de no llegar a nuestros destinos de noche no se iba a cumplir aquel día. Después de unas duras negociaciones, conseguimos plaza en un minibús que nos llevaría hasta Dwenga, y allí otro minibús nos llevaría hasta Nkhata Bay. No estábamos muy seguros de si habíamos pagado de más, pero al final pensamos que la diferencia era realmente de un euro, un gasto irrisorio. Por cierto, es también muy común en Malawi que pagues el viaje entero y que ese dinero vaya pasando de unas manos a otras. Así, cuando llegamos a Dwenga, nuestro conductor le dio al siguiente la cantidad que consideraban justa por nuestros asientos.
Seguimos el viaje en aquella furgoneta conducida por tres jóvenes sonrientes. A medida que la tarde caía y nos acercábamos a Nkhata Bay, los otros viajeros fueron desapareciendo. Al final Nadia y yo éramos los únicos pasajeros. El conductor había pisado el acelerador y había subido la música. El reggae llenaba nuestros oídos mientras mirábamos por la ventana el inmenso cielo africano, donde las estrellas se aprietan por brillar sobre las demás. La luna era enorme, no podíamos dejar de mirarla. De repente, aquella vieja furgoneta se paró. Nos habíamos quedado sin gasolina y parecía que ya estábamos muy cerca de Nkhata. Nuestro conductor nos dijo que no nos preocupáramos, y a los cinco minutos apareció para llevarnos a otro minibús en el que no tuvimos que pagar nada.
Aquel minibús se convirtió en una discoteca móvil. Los pasajeros bebían cerveza mientras se movían al ritmo de más reggae, esta vez mezclado con techno. Una mezcla explosiva. Encima del conductor un cartel rezaba “If you’re in a rush, don’t tell the driver to go fast”, algo así como “si tienes prisa, no le digas al conductor que acelere”. Ni falta que hizo; creo que en algún momento las ruedas del minibús se despegaron de la carretera y empezamos a volar. Estábamos disfrutando de aquella fiesta cuando volvimos a parar. De nuevo, y por cuarta vez en el día, teníamos que bajar del minibús para coger un último transporte. Un autobús (esta vez de los grandes) nos esperaba en medio de la nada.
Mientras subíamos vi a dos blancas sentadas en primera fila. No me lo podía creer. Marta estaba allí sentada, con una sonrisa de oreja a oreja. Bueno, creo que lo primero que debería hacer es poneros al corriente de quién era esta chica. Marta era una voluntaria que estaba en Iringa (Tanzania), y que había conocido en Livingstone cuando vino a ver el proyecto deportivo de Kubuka. Marta había empezado su viaje desde Tanzania y su primera parada era Zambia. Habíamos conectado maravillosamente y tan sólo habíamos coincidido poco más de dos horas. De hecho, cuando me despedí de ella me dijo que se iba en dirección a Namibia, con la idea de llegar a Sudáfrica.
Pero allí estaba, en medio de la nada, mes y medio más tarde. Me resultaba increíble, con la inmensidad del continente africano, que hubiéramos coincidido en aquel autobús. A su lado viajaba Lotta, una finlandesa hispanohablante que había conocido en Monkey Bay, al sur de Malawi. Iban también hacia Nkhata Bay y, como no teníamos ningún plan, decidimos unirnos al suyo. Al llegar, cogimos un taxi y nos alojamos en Butterfly Space, un eco-lodge que se rige por el respeto al medio ambiente. Un lugar espectacular. Allí les esperaba Laura, una chica que conocieron también en Monkey Bay unos días atrás que viajaba desde Sudáfrica hasta Zanzibar con una guitarra al hombro y una tabla de surf en la cabeza.
Formamos un grupo curioso. Hablamos de todo mientras en nuestra mesa se apilaban las cervezas. El (des)amor fue el tema principal, pero cómo no, los viajes y las historias de cada uno eclipsaron el resto de conversaciones. Las tres chicas se dirigían a Tanzania, pero cada una con una ruta diferente. Marta iba hacia el oeste, al lago Tanganica; Lotta, al norte, al Kilimanjaro, y Laura al oeste, a Dar es Salaam y a Zanzíbar. Me empezó a entrar el gusanillo… ¿Y si yo también sigo mi viaje hacia Tanzania? Menuda locura, pensé. Aquella noche me costó dormir un poco más de lo normal.
DÍA 6: MAYOKA VILLAGE
Me desperté debajo de la mosquitera con una sensación de felicidad inmensa. El sol brillaba, la temperatura era de lo más agradable y de fondo se oía el agua del lago chocando contra las rocas. Nos reunimos para desayunar y Marta propuso ir a cotillear al lodge de al lado, Mayoka Village.
No nos malentendáis; nuestro alojamiento estaba bastante bien, pero Marta había oído maravillas del vecino y Lotta y yo decidimos acompañarla para echar un vistazo. Caímos rendidos. Además de que las habitaciones y zonas comunes estaban mucho mejor, así como la pequeña calita donde poder bañarnos. Además, podíamos usar de forma totalmente gratuita los kayak, paddle surf, flotadores y demás instrumentos acuáticos. No lo dudamos y volvimos para avisar a Nadia y Laura de que empezábamos la mudanza.
Recogimos nuestras cosas y ayudamos a la pobre Laura a cargar algo de su equipaje mientras ella llevaba su tabla sobre la cabeza. Dejamos nuestras pertenencias y bajamos directos a relajarnos junto al agua. Aunque era bastante pronto, no tardamos en pasarnos a los gin-tonic veraniegos. Pasamos allí el resto del día, al sol, hablando o nadando, y eso que nos habían advertido en reiteradas ocasiones sobre los peligros de bañarse en las aguas del lago Malawi. No, no era por los cocodrilos, sino por algo bastante más minúsculo llamado Bilharzia. Unos parásitos que pueden producir bastantes problemas, sobre todo por las altas fiebres. Pero nos arriesgamos, sobre todo cuando otros huéspedes nos dijeron que en la zona de Nkhata Bay casi no hay peligro. Un mes más tarde aún no he notado nada, pero…ya veremos. Las conversaciones fueron cambiando de temas, aunque Tanzania seguía apareciendo de vez en cuando y, de hecho, intenté convencer a Nadia de seguir hacia el norte, pero no estaba muy convencida y lo descarté. ¿Ir solo? Además, no sabía nada sobre Tanzania.
Después de varias horas, decidimos salir de nuestro paraíso particular y bajar al pueblo. Nkhata Bay es un pequeño pueblecito dedicado sobre todo a la pesca, además del turismo, y sus calles están repletas de puestos de comida, donde la venta de pescado es la actividad estrella. Volvimos a nuestro lodge para cenar y tomarnos unas copas. La barra del bar se transformó en una improvisada discoteca con DJ Marta al frente, donde sonaron todos los grandes éxitos africanos del momento, además de clásicos latinos como el “Suavemente”. A la fiesta se unieron los camareros y algún huésped más, entre ellos una chica que nos dijo ser de Israel y que venía desde Tanzania. Aquella chica era como un torbellino. Movía su inmenso culo al ritmo de cualquier canción, desde Justin Bieber hasta Enrique Iglesias pasando por Diamond; se reía a carcajada limpia, gritaba y saltaba. Agotados, decidimos dejar la fiesta y abrazar nuestros lechos. Desde nuestra habitación podíamos aún oír a a la israelí, que decidió continuar con el jolgorio.
DÍA 7: CAMBIO DE RUMBO
Aquella mañana me levanté con sabor a ginebra en la boca, pero sin rastro alguno de una temida resaca malauí. Me despejé en la ducha a cielo abierto, desde donde se veía el lago y, tras relajarme, bajé a nuestra pequeña cala, donde ya estaba aquel simpático grupo de chicas tomando el sol. Digamos que no era el más madrugador allí… Y Nadia menos, que seguía disfrutando de los placeres de una buena cama.
Comenzamos a hablar de Malawi y, cómo no, el tema saltó directamente a Tanzania. ¿Al final qué? ¿Vas a cruzar la frontera? Algo había cambiado. Me puse a buscar información sobre Tanzania: qué ruta tomar, cómo cruzar la frontera… Algo me decía que Nadia, aún con dudas, no me iba a acompañar. Realicé tres llamadas para convencerme de qué tenía que hacer: mi amiga Marta, César y mi madre. La verdad es que sabía de sobra que Marta me iba a animar desde el minuto uno y que mi madre tendría sus reservas sobre viajar solo por Tanzania. Así que César era el comodín, el que tenía que desempatar. Y deshizo el entuerto en cuestión de segundos. Aunque al otro lado de la línea se le oía algo nervioso, su respuesta fue contundente: “vete, no lo dudes”. Estaba decidido. No volvería a Lilongwe; seguiría el camino solo hacia el norte y viajaría por Tanzania diez días más.
No tenía ni idea de qué ruta tomaría. Solo sabía que el día 20 de Mayo debía estar en Dar es Salaam para coger el tren de Tazara, un convoy que salía los viernes de la ciudad tanzana para llegar a Kapiri Mposhi, ya en Zambia, dos días después. Si no había contratiempos, llegaría el lunes a Livingstone, con margen para coger mi avión de vuelta a España. Mi rumbo iba a cambiar y, aunque con cierta inseguridad, algo dentro de mí me decía que debía seguir, sí o sí.
Me pasé toda la mañana pensando en mi próximo viaje hasta que llegó la hora de la excursión en barco. Un nutrido grupo de wazungu se unió a la miniaventura preparada por Mayoka Village. Durante unos treinta minutos navegamos por el lago mientras Gift, capitán del barco y showman, nos contaba todo tipo de historias. A mí, personalmente, me entraba sueño. No es que no fuera interesante lo que contaba Gift, pero era la hora de la siesta y el bamboleo de aquel bote me relajaba de formas insospechadas. Al rato llegamos a una pequeña bahía y saltamos desde un acantilado. Los seis metros que me separaban del agua me hicieron sentir una enorme libertad y una infinita paz en el corazón. Nadamos hasta la orilla e hicimos snorkel (buceo de superficie). La vida submarina es apasionante, pero no era lo mío. Casi muero ahogado y estampado entre las rocas. Así que decidí regresar a la playa para relajarme y jugar al vóley-playa.
El sol empezó a caer y volvimos a montar en aquel barco de madera de vuelta al lodge, no sin antes ver unas impresionantes fish-eagles (una especie de águilas lacustres) a las que Gift llamaba con un potente silbido, y a las que alimentaba a fin de que se acercaran y que el grupo de blancos pudiera fotografiarlas en acción. Cuando desembarcamos, una relajada Laura nos recibió mientras tocaba su guitarra. Decidimos bajar de nuevo al pueblo para cenar y disfrutar de nuestra última noche juntos: Nadia se iba al día siguiente de vuelta a Lilongwe, yo hacia Tanzania y el resto de chicas se quedaba algún día más en Nkhata Bay. Investigué sobre cómo cruzar la frontera y el destino (o la magia africana) hizo que Marta se encontrara con el conductor del autobús que nos trajo hasta Nkhata dos días atrás. Me lancé a preguntarle si sabía algo de un supuesto bus que salía de Mzuzu con destino Mbeya (Tanzania). Hizo una llamada y confirmó aquella información. Un bus, que salía al día siguiente desde Lilongwe pasaría por Mzuzu sobre las 12 de la noche y cruzaría la frontera hacia Tanzania. Estaba decidido. Con aquella información en mi cabeza, me metí en la cama. La emoción me robó un par de horas de sueño.