DÍA 1: CRUZANDO ZAMBIA
Aunque todas las entradas anteriores las dediqué a hablar sobre Zambia, a lo largo del mes de mayo me decidí a moverme un poco más por el continente africano. Mi primer destino fue Malawi, un país sobre el que no conocía nada y que me sorprendió. La primera pregunta es (sobre todo estando tan cerca de Zimbabwe o Namibia) ¿Por qué Malawi? Sinceramente, viendo el mapa pensé que no tendría una oportunidad igual de visitarlo.
Así, pusimos la chincheta sobre el mapa y con Nadia, mi compañera de viaje, empezamos a pensar cuántos días pasaríamos en el país del lago y qué ruta tomaríamos. Lo cierto es que no decidimos mucho, preguntamos aquí y allá qué deberíamos visitar, dónde deberíamos parar y nos hicimos una idea general. Dos semanas más tarde el viaje empezaba.
Atravesamos todo Zambia, desde Livingstone parando en Lusaka. Para que os hagáis una idea, tardamos unas ocho horas en hacer solo este trayecto. Al llegar a la estación de autobuses (ya era de noche), buscamos un supuesto autobús que salía de madrugada con destino a Lilongwe; pararía en la frontera para el control y nos dejaría directamente en la capital de Malawi. Y digo supuesto, porque nos habían dicho en algún momento que había autobuses con este destino, pero la hora, el precio y el día en que salía no estaba muy claro. Afortunadamente, dimos con un autobús que salía a las tres de la mañana, de forma que nos ahorramos la noche en Lusaka a cambio de dormir en aquel transporte.
Sin embargo, antes de subir teníamos dos misiones: cenar y recoger una guía sobre África Austral que nuestro futuro anfitrión, Andrés, se había dejado olvidada unas semanas antes en Lusaka. Tuvimos que posponer la cena y cogimos un taxi hasta el hostal. El vigilante nos miró desconfiado, y cuando le preguntamos no tenía ni idea de qué le hablábamos. Pensamos que llegaríamos a Lilongwe sin el presente de Andrés, pero un alemán muy simpático nos dio la suya que, por lo visto, ya había recorrido toda la región. Felices volvimos a la estación a buscar algo de cena rápida. Cenamos pollo con patatas fritas, que al parecer llevaba cocinado un par de días. Sinceramente, a esas horas nos daba igual. Si bien la compañía nos amenizó la cena; nuestros cocineros eran muy curiosos y nos empezaron a bombardear con preguntas sobre nuestro viaje y, sobre todo, por España. ¿Hay reyes? ¿Qué papel tiene la reina? ¿Qué pensáis de vuestro presidente? Y cómo no, nos preguntaron sobre el deporte rey: ¿Real Madrid o Barça?
Finalmente decidimos subir al autobús. El espacio de nuestros asientos era el justo para respirar (y soñar) por turnos. Pero eso no pareció afectarnos. Nos encajonamos en aquel espacio y a los dos minutos caímos como marmotas felices.
DÍA 2: EL BUS DEL MAL
Eran las tres de la mañana cuando me desperté con necesidades fisiológicas básicas. Tenía que visitar el baño. Sin embargo, cuando entré en los sanitarios (después de pagar un par de kuachas) mis necesidades desaparecieron, ya que el WC carecía de puerta, o estaban tan rotas que se veía a varios viajeros en sus tronos centrándose en no apoyar sus nalgas en aquellos lúgubres retretes. Además, no había papel y yo, ingenuo, ni había cogido el paquete de clínex de emergencia. Así, apenado por mi desastrosa incursión, volví al autobús pensando en qué otro momento podría visitar al señor Roca.
Cuando regresé, un grupo de señoras estaban protestando por el retraso del bus. Efectivamente, eran las tres de la mañana y el bus no había arrancado; la revolución estaba preparada. La cabecilla se rebeló y se encaró con el conductor, que se disculpó por el malentendido, pero el horario era las cuatro y ninguna revolución iba a cambiar eso. Las portavoces de la protesta desistieron de sus intentos y volvimos a caer en un profundo sueño.
El viaje comenzó mientras Nadia y yo seguíamos dando cabezadas. Nos esperaba un día larguísimo que empezaba con más de doce horas en aquel bus con destino a Chipata. En África he aprendido a disfrutar de los viajes por largos que sean, a valorar cada paisaje, cada conversación, cada sonrisa. Al final llegamos a Chipata, la última ciudad zambiana antes de llegar a la frontera con Malawi. No llegamos muy informados, pero pensamos que el autobús nos dejaría cerca de la frontera, o que la frontera estaría cerca de la ciudad. Craso error. Uno de los viajeros nos informó que la frontera estaba a más de 20 kilómetros. Al bajar del autobús una masa de taxistas nos ofrecían transporte a la frontera, pero por ser un par de mzungu nos cobraban más de lo debido. Nos hicimos los interesantes, conseguimos bajar el precio hasta considerarlo justo y montamos en aquel viejo taxi con otros dos acompañantes.
Estábamos emocionados, la sonrisa nos desbordaba la cara. Íbamos a cruzar, por fin, a Malawi. No tardamos mucho en entablar conversación y amistad con William, un zambiano experto en cruzar la frontera entre Zambia y Malawi ya que, aunque residía en Chipata, estaba realizando sus estudios de doctorado en la universidad de Lilongwe. Con él atravesamos la frontera, montamos en otro taxi y nos dirijimos a Mchinji, donde, por fin, cogimos un minibús con destino a la capital.
William nos guió todo el camino, y al llegar a Lilongwe no quiso irse de nuestro lado hasta que nuestro desconocido amigo Andrés apareciera. Llegamos hasta nuestro anfitrión, le dimos las gracias a aquel simpático zambiano y le deseamos mucha suerte en la vida. Seguramente os estaréis preguntando quién es Andrés y por qué me refiero a él como un desconocido. Pues bien, la verdad es que no le conocíamos personalmente. Nadia le había escrito un par de veces por Facebook para preguntarle sobre el país. Coincidieron en un grupo de la red social sobre cooperación y el bueno de Andrés se ofreció a acogernos. Hay personas con el corazón muy grande, y por suerte nos las encontramos a todas en nuestro camino.
Desarmamos nuestro campamento en una de las habitaciones de la casa, cenamos y salimos a conocer la noche de Lilongwe. Tomamos unas cervezas y nos sorprendió que la cerveza más popular de Malawi fuera la danesa Carlsberg. Por lo visto, la compañía decidió abrir en 1968 la primera fábrica de Carlsberg del mundo fuera de las fronteras de Dinamarca y eligió el singular país africano como centro. Después de unas largas conversaciones, optamos por volver a la casa de Andrés y dormir plácidamente. El viaje continuaba al día siguiente.
DÍA 3: LA CABRA TIRA AL MONTE
Nos despertamos debajo de una mosquitera, en una cama de matrimonio con las almohadas rellenas de sueños. Habíamos descansado y estábamos dispuestos a recoger nuestro campamento y empezar nuestro viaje hacia el sur. Desayunamos con nuestro querido anfitrión y nos acercó al centro de Lilongwe, donde debíamos coger un minibús con destino a la pequeña y montañosa Dedza.
Nos despedimos de Andrés y empezamos a buscar nuestro transporte. Enseguida un par de malauíes nos preguntaron por nuestro destino y nos llevaron hasta un minibús. Los viajeros que esperaban en sus asientos nos saludaban y nos sonreían. Muchos de ellos nos hablaban en chichewa, el idioma nacional de Malawi, que nos resultaba bastante familiar, ya que el chichewa y el nianja (una de las lenguas oficiales de Zambia) son muy similares. “Muli bwanji?” (¿Qué tal?), nos inquirió una señora a nuestro lado mientras por las ventanas del minibús la gente nos intentaba vender de todo, desde manzanas a cargadores de móvil o pasta de dientes.
Nos pusimos en camino y durante unas dos horas pudimos disfrutar de los paisajes del pequeño país africano, que sigue siendo un misterio para la mayoría de turistas que se lo saltan en sus rutas. La verdad es que yo no me sentía nada agobiado, y Nadia me advirtió un par de veces que nuestra parada estaba cerca o bien ya nos la habíamos pasado. Le dije que no se agobiara; éramos dos blancos que llamaban bastante la atención, y el chico que nos cobró nos avisaría llegado el momento.
Pues menos mal que Nadia estaba atenta y le pidió al conductor que detuviera el bus; la siguiente parada era ya Mozambique. Aterrizamos en Dedza, un pueblo pequeño a las faldas de una montaña, cuyo atractivo residía en los paisajes y en las ganas que teníamos de hacer trekking. Buscamos un lugar donde alojarnos, y después de dos intentos fallidos (el primero era demasiado caro para lo cutre que era y el segundo resultó ser una casa de prostitutas) dimos con una pequeña guest-house (un hostal) bastante acogedora. Las habitaciones estaban bastante bien, pero yo iba con una mentalidad bastante ahorradora y a mi espalda cargaba una tienda de campaña que estaba dispuesto a utilizar a las primeras de cambio. Convencí a Nadia para que dejáramos las comodidades para otra ocasión y acampar allí.
Dejamos todo preparado y nos dirigimos hacia la montaña de Dedza con el objetivo de coronar la cima y bajar con tiempo antes de que se hiciera de noche. Empezamos la ascensión confiando en nuestra resistencia y velocidad. Alucinamos con las vistas según subíamos, pero el tiempo se nos echaba encima. Aunque no coronamos Dedza, disfrutamos del atardecer mientras comenzamos a bajar. Volvimos a nuestra guest-house, cenamos un delicioso arroz con pollo acompañado de unas ricas Carlsberg. El cansancio se apoderó rápidamente de nosotros y nos metimos en aquella casa de caracoles que, aunque helada, parecía acogedora.
DÍA 4: WAZUNGU LOCALES
Eran las cinco de la mañana cuando el imán de la mezquita más cercana llamaba a la oración. Sin embargo, ese no era nuestro mayor problema. Nuestro pequeño hogar sudaba y se estaba convirtiendo en una piscina. El aire se había condensado y las paredes, el techo y el suelo estaban totalmente mojados. Fríos, incómodos y calados intentamos dormir un par de horas más antes de desmontar el campamento y comenzar nuestro viaje hacia las aguas del lago Malawi.
Agotados empaquetamos nuestras húmedas pertenencias y volvimos a la carretera en busca de algún medio de transporte que nos llevara hasta Golomoti, la primera parada antes de alcanzar Senga Bay, a orillas del lago y nuestro destino de aquel día. Encontramos un minibús que supuestamente nos llevaba a Golomoti y que sorprendentemente nos cobraba bastante menos de lo esperado. Digo supuestamente porque la forma de viajar en Malawi no tiene nada que ver a lo que estamos acostumbrados. Cualquier transporte que pase cerca de tu destino o vaya en esa dirección te dirá que te lleva, pero hasta el sitio que, en su ruta, te deje más cerca del lugar al que quieres llegar.
Aquel bus no iba a Golomoti ni tenía intención de pasar por allí. De nuevo (y esta vez no era mi culpa) aquella vieja furgoneta se dirigía a Mozambique. El conductor nos indicó que aquella era nuestra parada y que a la vuelta de esa carretera podríamos coger otra furgoneta a Golomoti, que nos esperaba detrás de una enorme cordillera que se veía al fondo. Esperamos en aquella carretera poco más de diez minutos y un camión lleno de cargamento y viajeros nos recogió. El espacio era reducido, pero eso no nos impidió disfrutar del viaje. Nos habíamos convertido en wazungu locales (el plural de mzungu, término que se utiliza en el este africano para referirse a los blancos) y no teníamos intención en nuestro viaje de coger otra cosa que no fuera transporte local.
Cruzamos aquella cordillera con la música de fondo que una joven compartía desde su móvil y que acompañaba con su voz. Los valles eran inmensos, verdes, profundos. Antes de comenzar el descenso pudimos ver en el horizonte como un enorme espejo que reflejaba el cielo: las aguas del lago Malawi. Cada vez estábamos más cerca. Llegamos a Golomoti y un policía nos indicó que esperáramos en un lado de la carretera, ya que no tardaría en pasar por allí otro minibús con sentido norte.
Habíamos llegado a la principal carretera del país que, paralela al lago, cruza todo Malawi; a partir de ese momento resultaría mucho más fácil encontrar transporte. Y así fue. Dos minutos más tarde ya teníamos nuevo medio de transporte. Llegamos a Salima después de ver los primeros baobabs que nos acompañaron el resto del camino. Salima se encontraba a 20 kilómetros de Senga Bay, donde pasaríamos aquella noche. Allí intentaron timarnos en reiteradas ocasiones, pero al final encontramos una pick-up. Nos montamos de nuevo con un espacio reducido y rodeados de malauíes que nos sonreían y nos preguntaban con curiosidad sobre nuestro destino y nuestro objetivo del viaje. Paramos en medio de la nada y cogimos un par de motos. Nos agarramos a los lomos de nuestros pilotos por miedo a caer o salir despedidos en el trayecto, pero no era para tanto y empezamos a disfrutar de aquel trayecto: a nuestro paso, los niños nos saludaban emocionados al grito de mzungu, se reían y nos regalaban sus sonrisas.
Llegamos a nuestro lodge, negociamos el precio de la habitación y nos cambiamos rápidamente para aprovechar la luz del día. La playa nos esperaba. Nos relajamos en la arena de Senga Bay durante un largo rato. El viaje no había sido muy duro, pero la noche en la casa de los caracoles nos había dejado para el arrastre. Más tarde apareció un chico que se presentó como un beach-boy. Su nombre era Julius y su intención era hacer algún tipo de negocio con nosotros. Nos ofreció organizar una barbacoa o incluso viajar en barco hasta Nkhata Bay, pero además de wazungu locales eramos los wazungu pobres. Rechazamos sus tentadoras ofertas y empezamos a hablar sobre Senga Bay y la vida en Malawi. Mayo no era uno de los mejores meses, era plena temporada baja y la afluencia de turistas era muy escasa. De hecho, éramos los únicos blancos.
La hora de la cena se acercaba y le preguntamos a Julius por algún puesto de comida. Nos llevó a un improvisado puesto donde ofrecían patatas fritas y ensalada. Pedimos tres raciones, una para nosotros y otra para Julius. Fuimos directos a la playa a disfrutar de la puesta de sol. Nos despedimos de aquel beach-boy de Senga Bay y fuimos al hotel, donde la noche siguió con unas cervezas y unas largas conversaciones.